bible 2110439 1280Si leemos Filipenses, no es difícil percibir que la situación de Pablo al escribir la epístola a la iglesia de Filipos no era la más propicia. Aun siendo ciudadano romano, él había sido arrestado junto a Silas por expulsar un espíritu de adivinación de una joven esclava (Hechos 16:18), lo que indignó a sus dueños y, como resultado, ambos fueron azotados, encadenados y arrojados a la cárcel de manera injusta (Hechos 16:22-23). Aun en medio de tan crueles padecimientos, su fe permaneció inquebrantable. Esa misma noche, en vez de lamentarse o enojarse, elevaron sus oraciones a Dios y cantaron himnos de alabanza (Hechos 16:25). Este acto de fe desencadenó un milagroso terremoto que quebrantó no solo los muros de la prisión, sino también el corazón del carcelero, y toda su familia (Hechos 16:26-34).

Filipenses 1:15-18 se erige como un pasaje cautivador que ilustra la madurez espiritual de Pablo ante la adversidad. Nos revela cómo él había inspirado a muchos hermanos en la fe a proclamar el evangelio con audacia y valentía, aun cuando no todos los frutos fueran inmediatos o perfectos.

Pablo nos revela una visión que desbarata la lógica mundana: el evangelio avanza impulsado por dos clases de predicadores de motivos opuestos. 

Los primeros lo hacen por envidia y contienda (Filipenses 15, 17), es decir, con intenciones viciadas. Su impulso es puramente egoísta, orientado a agravar el sufrimiento de Pablo en sus cadenas. Estos personajes, movidos por celos destructivos, evocan las amonestaciones bíblicas contra falsos maestros, como en 2 Pedro 2:1-3, donde se denuncia a quienes introducen herejías destructivas por codicia, explotando a los vulnerables con palabras fingidas. O en Judas 1:4, que advierte sobre aquellos que pervierten la gracia de Dios en licencia para la inmoralidad, negando al único Soberano.

En contraste, los segundos predican de corazón sincero y por amor genuino (Filipenses 15b, 16). Motivados por un anhelo auténtico de expandir el Reino de Dios, estos siervos reconocen que Pablo fue especialmente escogido para defender el evangelio (Filipenses 1:16). Su labor se alinea con el imperativo de la Gran Comisión en Mateo 28:18-20, donde Jesús comisiona a sus discípulos para hacer de todas las naciones un pueblo obediente, y con la enseñanza de 1 Corintios 13:1-3, que subraya que, sin amor, hasta los dones más espectaculares resuenan como metal vacío, careciendo de valor eterno. Así, Pablo nos recuerda que el verdadero ministerio brota de un corazón transformado, priorizando la gloria de Cristo sobre toda ambición personal.

La alquimia Divina: Gozarse en el avance imparable del Evangelio

La parte más sorprendente del pasaje es la reacción de Pablo. En lugar de irritarse o inquietarse por las malas intenciones de algunos, él se regocija, manifestando su profunda madurez espiritual al declarar: «¿Qué, pues? Que, no obstante, de todas maneras, o por pretexto o por verdad, Cristo es anunciado; y en esto me gozo, y me gozaré aún» (Filipenses 1:18). Esta postura nos exhorta a priorizar el progreso del evangelio sobre las motivaciones humanas defectuosas, centrándonos en la soberanía inquebrantable de Dios.

fish 2450601 1280Para Pablo, la predicación de Cristo superaba con creces cualquier impureza en las intenciones de sus mensajeros. Su alegría no radicaba en su comodidad personal ni en la validación de su liderazgo, sino en el inexorable avance del Reino de Dios. Esto ilustra cómo el Señor transforma incluso las acciones retorcidas de los hombres en instrumentos para sus propósitos redentores, tal como se expresa en el principio bíblico de Génesis 50:20: «Vosotros pensasteis mal contra mí, más Dios lo encaminó a bien, para hacer lo que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo.». Así, en medio de la adversidad, Pablo nos enseña a celebrar la victoria divina, independientemente de las circunstancias humanas.

El crisol de la comunidad: Servicio auténtico en la iglesia local

La iglesia local es el campo de aplicación por excelencia de esta paradoja paulina. Es aquí donde la Palabra se manifiesta en la comunidad, y donde cada creyente, como administrador de los dones recibidos (1 Pedro 4:10), despliega sus servicios y ministerios. Esta diversidad de dones no genera competencia, sino armonía, pues "hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; diversidad de ministerios, pero un mismo Señor" (1 Corintios 12:4-5). Así, en un mismo cuerpo, las diferentes funciones convergen en un único fin: la edificación común para la gloria de Cristo y la expansión de su Reino (Efesios 4:12; 1 Corintios 3:9).

Resulta imperativo, por tanto, someter nuestro corazón a un escrutinio constante y honesto: ¿Servimos o predicamos por mera rutina, por vanagloria o por ambiciones egoístas? La Escritura reprueba tales motivaciones en Mateo 7:21-23, donde Jesús declara con solemnidad: «No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: «Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad». Claramente, no hay ética, moral ni verdadera espiritualidad en predicar o ministrar a Cristo si no se emana de una fe auténtica y regenerada.

El creyente genuino, en cambio, debe proclamar el evangelio con fe sincera, buena voluntad y un amor ardiente hacia Cristo y hacia los hermanos (1 Corintios 13:1-3). Solo así honraremos el legado escritural que Dios ha legado a través de profetas y apóstoles, para su gloria inefable y la bendición perdurable de sus hijos en este mundo pasajero. Debemos cultivar una conciencia vigilante y despierta, con el propósito expreso de cumplir el mandato de Jesús en la Gran Comisión: «Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mateo 28:18-20).

Al igual que Pablo intercedía en oración por aquellos que predicaban a Cristo —y por la iglesia de Filipos en particular—, nosotros debemos suplicar que «el amor abunde todavía más y más en ciencia y en todo conocimiento, para que aprobéis lo mejor, a fin de que seáis sinceros e irreprensibles para el día de Cristo» (Filipenses 1:9-10).

En suma, jamás permitamos que las actitudes ajenas erosionen o devoren nuestra fe inquebrantable. Más bien, reservemos en lo más profundo de nuestro ser un santuario inviolable de amor, donde nada malo ingrese ni permanezca excepto la devoción absoluta y la confianza inquebrantable en Jesucristo, nuestro único Abogado, Señor y Salvador.

Evangelismo bibliaEl crisol del motivo: ¿Altar o escenario?

En el silencio de nuestra conciencia, ante el espejo inapelable de la Palabra, surge esta interrogante inescapable: ¿Y nosotros, cómo damos testimonio y predicamos de Cristo en el torbellino de lo cotidiano? ¿Es nuestro anuncio un eco vibrante de la cruz, un torrente de verdad que fluye con autenticidad, o un susurro intermitente ahogado por el bullicio de distracciones mundanas? Pablo, encadenado pero libre en espíritu, nos modela un testimonio forjado en el fuego de la adversidad: audaz, desinteresado, centrado en la gloria del Crucificado (Filipenses 1:12-14). ¿Refleja el nuestro esa misma pasión, o se diluye en formalismos vacíos?

Más profundo aún, ¿qué late en las honduras de nuestro servicio cristiano? ¿Qué fuerza invisible mueve nuestras manos al servir y nuestras voces al proclamar? La Escritura nos advierte con claridad meridiana: «Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres, para ser vistos de ellos; de otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos» (Mateo 6:1). Detrás de cada acto piadoso —sea una oración en la asamblea, un gesto de misericordia en la calle o una enseñanza en el hogar— yace un manantial oculto: ¿es la expresión desbordante de nuestro amor por Cristo y por los hermanos, ese amor ágape que «no busca lo suyo» (1 Corintios 13:5), o se camufla un afán insaciable por autopromocionarnos, por tejer laureles efímeros en el tapiz de nuestra reputación?

¡Ay de nosotros si, como los fariseos, convertimos el altar en escenario y el servicio en pedestal! (Mateo 23:13-22)

Y en esta disección del alma, la pregunta final nos confronta con misericordia y urgencia: ¿albergan nuestros motivos rincones mezquinos, sombras de egoísmo que contaminan el sacrificio, o los ha purificado Cristo en el crisol de su gracia? «Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno» (Salmos 139:23-24). Solo el amor de Cristo, que «nos constriñe» (2 Corintios 5:14), puede expurgar lo vil y avivar lo puro. No somos oráculos infalibles, sino vasijas frágiles; pero en su potestad, podemos clamar: «Purifícame, Señor, y seré limpio; lávame, y quedaré más blanco que la nieve» (Salmos 51:7).

El Crisol de lo humilde: Resolviendo el motivo

Hermanos, detengámonos hoy en esta reflexión no como acusación, sino como invitación a la rendición. Permitamos que el Espíritu escudriñe y que Cristo refine. Que nuestro testimonio no sea un velo, sino una ventana abierta al Rey. ¿Responderemos con un «sí» humilde a su llamado? ¿En su luz hallaremos la libertad de servir sin cadenas y de amar sin medida? ¿Cómo daremos testimonio y predicaremos de Cristo? ¿Qué hay detrás de nuestro servicio cristiano? ¿Es la expresión de nuestro amor por Cristo y por los hermanos o se disfraza un imparable afán por promocionarnos a nosotros mismos? ¿Tenemos motivos mezquinos o los ha purificado Cristo? En definitiva: ¿De dónde nace tu impulso para hablar de Cristo?

Opus magnum: Siempre Cristo, no nosotros

La verdadera Obra Magna del Evangelio no es fruto del ingenio humano ni de la excelencia de quienes lo anuncian, sino del poder soberano de Cristo, que toma lo débil, lo quebrado y lo transforma en instrumento de su gloria. El Evangelio no avanza porque nosotros seamos perfectos, sino porque Él es fiel; no porque nuestras manos sean firmes, sino porque su gracia sostiene incluso a quienes tropiezan.

bible 6948549 1280Cada paso del creyente en el servicio de Dios debe ser un retorno constante a esta verdad: “Sin mí nada podéis hacer” (Juan 15:5). Por tanto, examinemos con humildad las profundidades de nuestro corazón y de nuestro ministerio, no para buscar mérito propio, sino para discernir si el fuego que nos impulsa proviene realmente del Espíritu Santo o del orgullo disfrazado de celo espiritual.

Que cada palabra que pronunciemos y cada obra que realicemos nazcan de una comunión viva con Cristo, de una obediencia amorosa, de una vida purificada por el Espíritu y no del deseo de reconocimiento. Entonces, cuando el mundo nos mire, no verá nuestras sombras humanas, sino el resplandor del Cristo viviente que habita en nosotros, conforme a lo dicho por Juan el Bautista:

“Es necesario que Él crezca, pero que yo mengüe” (Juan 3:30).    

Que sea así, como Dios dispone, y no como nosotros quisiéramos.

A Él y sólo a Él sea la gloria.

Bibliografía

La imitación de Cristo de Sinclair B. Ferguson. El mensaje de Filipenses de Editorial Peregrino.

Comentarios William Hendriksen de Libros Desafio.

Comentarios J.C. Ryle de Editorial Peregrino.

Reina Valera 1960 y otras biblias.

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