adopcionEn contra del pensamiento moderno que declara que todos somos hijos de Dios, la Biblia afirma que todos nosotros nacemos como hijos de desobediencia e ira: “éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás” (Ef. 2:1-3); hijos de las tinieblas: “Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros […] cosas por las cuales la ira de Dios viene sobre los hijos de desobediencia, en las cuales vosotros también anduvisteis en otro tiempo” (Col. 3:5-7); y aun hijos de Satanás: “¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi palabra. Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer [...] El que es de Dios, las palabras de Dios oye; por esto no las oís vosotros, porque no sois de Dios”. (Jn. 8:43-44, 47, cf. 1 Jn. 3:10).

Hay un sentido, por supuesto, en el cual Dios como Creador comparte una relación con todo ser humano. Somos criaturas suyas, reflejamos parte de su imagen, y él hace salir el sol sobre todos por igual (Mt. 5:45). Como dijo Pablo: “en él vivimos, y nos movemos, y somos” (Hch. 17:28). El problema es que la relación de Dios con el hombre ya no puede ser comparada a la del padre y el hijo. Ser padre, o hijo, o hermano pertenece a la esfera de las relaciones íntimas y familiares; relación que perdimos a causa de la desobediencia que nos llevó a la caída.

La adopción es otro de los maravillosos privilegios que recibimos al momento de convertirnos en cristianos. Podemos definir la adopción como “[…] un acto de Dios donde nos hace miembros de su familia”.(1) Este privilegio es distinto de la justificación y distinto de la regeneración, ya que Dios podría habernos imputado su justicia simplemente perdonando nuestros pecados en Cristo y permitiéndonos permanecer como justos delante de él; pero sin llegar a adoptarnos en su familia. De igual manera, Dios podría habernos impartido una nueva vida a través de la regeneración sin los privilegios de ser sus hijos; como parece ser que es el caso de los ángeles que no siguieron a Satanás y que no comparten la salvación a través de Cristo ya que no pecaron.

Algunos pasajes claves sobre la adopción son: Efesios 1:3-5: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuéramos santos y sin mancha delante de él, en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos, según el puro afecto de su voluntad”; Gálatas 4:4-5: “Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos”, y Romanos 8:15: “Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!”.

La enseñanza bíblica de la adopción nos lleva al terreno de la relación que ahora podemos tener con Dios —nuestro Padre— y con su pueblo —nuestra familia—. El apóstol Juan, escribiendo su primera epístola casi al final de su vida, pudo exclamar con gran gozo: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios” (1 Jn. 3:1), y recordarnos la obligación y el privilegio de amarnos unos a los otros: “Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros” (1 Jn. 4:11).

  • Dentro de esta nueva relación privilegiada encontramos múltiples beneficios:
  • Somos librados de la tiranía de la ley, de la justa ira divina y podemos llamar a Dios Padre (Ro. 8:15).
  • El privilegio de la oración ante el mismo trono de Dios (Mt. 6:9).
  • Poder ayudar a otros y cambiar cosas (Stg. 5:13-16).
  • Pertenecer a la familia de Dios y gozar de mis hermanos y hermanas (Ef. 2:19).
  • Consuelo, provisión y perfecta protección ((Lc. 2:17).
  • Corrección, dirección y disciplina (He. 12:6).
  • Certeza y seguridad (1 P. 1:4; Ro. 8: 38-39).
  • Ser coheredero con Cristo (Ro. 8:17).
  • La redención final (Ro. 8:23).

Cristo también es hijo de Dios y hermano de todo creyente (Ro. 8:29), aunque en un grado totalmente diferente y único porque él es el unigénito de Dios (Jn. 1:14). Cristo es eterno como Hijo, nunca hubo un tiempo cuando él no fuera Hijo o divino, es igual al Padre en poder y gloria. Sin embargo, nosotros somos hijos adoptivos que son injertados en el árbol familiar, disfrutando de la misma rica savia y de los beneficios de la unión con Cristo (Ro. 11:17; Jn. 15:5). Pero como dice G.I. Williamson, “no debemos dejar que la diferencia entre nuestra condición de hijos con la de Cristo minimice de ninguna manera lo maravilloso de nuestra condición. Lo maravilloso es que, a pesar de la diferencia infinita, nosotros somos (por adopción) contados entre los hijos de Dios y podemos disfrutar de todas sus libertades y privilegios”.(2)

Que hayamos sido trasladados de una familia perdida, desorientada, hambrienta, desnuda y condenada, al seno de la familia de Dios, y que Cristo pueda ser considerado nuestro hermano mayor, aquél a quién nos parecemos, que el Espíritu Santo more en nosotros y que Dios mismo quiera ser llamado nuestro Padre, identificándose totalmente con nosotros, es algo que debería llenarnos de asombro el resto de nuestros días.

BIBLIOGRAFÍA

1. Wayne Grudem, Bible Doctrine, p. 323, Cromwell Press, Trowbridge, (Wiltshire), 2008.

2. G.I. Williamson, La confesión de fe de Westminster”, p. 175, Estandarte de la Verdad, Philadelphia, 2004.

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